Historia de don Muerte, la triste y el zopilote
Se le había caído el alma y no la encontraba por ninguna parte. Mora se había desganado de vivir y los entendidos se enco¬gían de hombros:
—Para mal de amores, no valen doctores.
La mujer sola cantó, para nadie, su canto roto.
Tres veces cantó. A la tercera, un eco contestó aquel cantar de desventura. La respuesta vino desde la otra orilla; y Mora cruzó el río Huichihuayan por el paso de piedras.
Le dolía todo el cuerpo, y hasta el pelo le dolía; pero ella persi¬guió el contracanto que sonaba, se alejaba y se perdía. Lo persiguió a los tumbos, tropezando a la poca luz de la luna, de loma en loma, de legua en legua, sin más compañía que las lechuzas que daban vueltas sobre los cerros.
Hasta que por fin encontró la voz donde su voz acudía. Y entró en la oscuridad.
El esqueleto parlante le dio la bienvenida:
—Su casa de usted.
Gruta adentro, brillaban las velas. Miles y miles de velas de to¬dos los tamaños y colores: había altos cirios, de fuego naciente, y había velones encendidos a toda luz, y restos de velas de escaso pabilo que chorreaban cera sin color ni calor.
Las velas, cuerpos encendidos, erizaban las paredes a lo largo de la caverna, y en el techo brillaban las sombras. Toda la comarca de Huehuetlán estaba en ese lucerío. Nadie faltaba: allí estaban los pobres y los ricos, los nuevos y los cansados, los desnudos y los disfrazados.
—Bajo tierra no hay coronas —dijo el esqueleto—. Ni de oro, ni de espinas.
Hizo una reverencia, se presentó:
—La Igualadora. La Pelona. La Calaca. La Apestosa. La Raspa. La Dientona. La Tembleque. La Chirifusca. La Tiznada.
Y zalamereando, voz de almíbar, aclaró:
—Me dan nombres de mujer. No te lo creas.
Cada pocos pasos, el dueño de los fuegos se detenía y soplaba. Soplaba donde quería, y apagaba para siempre. Señalando una alta vela roja que ardía y desardía, preguntó:
—Este fuego que duda… ¿Lo reconoces?
A Mora se le enfrió la sangre.
N unca lo había olvidado. Lo había visto en la infancia, en una procesión. Mora era la Virgencita de Guadalupe en trono de flores, desnuda bajo la gasa blanca, los ojos al cielo, las ma¬nos rogando, y el esqueleto había emergido súbitamente entre las hojas de palma del altar. Él le había guiñado un ojo y la niña había caído redondita al suelo.
Y ahora sus piernas la habían traído al reino lúgubre; y ella no podía parar la crujidera del mentón. La calavera de mazapán soltó una carcajada de ópera y se apartó. Detestaba los apurones y las macabradas.
Pasaron los días. Mora seguía prisionera. Don Muerte la tentaba, obsequioso, dientes de azúcar, bigotes de chocolate: le ofrecía el fin de todo dolor, el beso que borra todos los besos besados y por besar, el novamás, el siemprenunca. Mientras él cuchicheaba, sus manos huesudas tejían largas guirnaldas de flores negras y tallaban y pulían, en piedra de obsidiana, una cruz con forma de cuerpo de mujer.
Mora tenía miedo de mirarse en el charco de la cueva, que era su único espejo, porque el charco podía beberle la cara.
Don Muerte envió a Mora a recorrer el páramo. Y le mandó cavar una sepultura, con las uñas, en el rincón de mejor tierra y sombra mejor.
Entonces Mora quiso fugarse. Apenas lo pensó, la tierra se partió con un crujido descomunal y un precipicio se abrió a sus pies.
Mora lloró, se lloró.
Pero entonces sopló el viento, que sopla donde quiere, y la condenada sintió el asombro de haber nacido y la curiosidad de vivir. Vivir como fuera, donde fuera, el tiempo que fuera: las horas de la mariposa, los días de la mosca, los siglos de la tortuga. Y gritó. Y el gran zopilote de pecho blanco la escuchó desde la altura y bajó volando y aterrizó a su lado.
Y Mora recibió las plumas del zopilote a cambio de su pelo, y las alas a cambio de sus brazos. Ella tenía miedo. La aterrorizaban las honduras que se abrían allá abajo. Tomaba impulso para lanzarse, daba unos pasos; y al borde del abismo, retrocedía. Y en eso estuvo, que sí, que no, hasta que el. zopilote le pegó un empujón y en plena caída ella desplegó las alas y las alas la sostuvieron en la levedad. Y fue tanta su alegría que se tuvo envidia.
La memoria come muertos. El zopilote, también. Igual que la memoria, el zopilote vuela.
Y aquel zopilote, que tenía por costumbre comer muertos y los convertía en fuerza de sus alas, se metió alegremente en la caverna donde encontraban destino los cantares de pena irremediable.
Don Muerte vio venir el bulto, pelo de mujer, sombra de mujer meneándose a lo largo de los cirios, y se le echó encima.
Pero el zopilote besó antes. Hundió en la boca de la muerte su pico poderoso, y mordió y comió. Comió llorando, porque la muerte, que parecía dulce, era más picante que el chili javanero o los rabiosos ajíes de la huerta del Diablo.